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    Guillermo Ferreyro

    Paisanita Editora

    -

    Uno de los factores que hacen de El jodido un libro tan fecundamente incómodo –como debería ser siempre el acto de leer– es lo irreductible de su planteo esencial, o si se quiere, de su estructura. Se trata de cuatro historias relacionadas, de un universo segmentado pero compartido. No obstante, es como si ninguno de esos relatos tuviese un desenlace verdadero. Todos parecen completarse, mejor dicho multiplicar lo inacabado de su peripecia y sobre todo de su perseverancia semántica, en los otros.


    Ferreyro nos recuerda, con prepotencia casi programática, que el conjunto es más que la suma de sus partes, o que debería serlo. 

     

    Trazos escritos con una tinta que degenera, y asimismo se regenera. No es esta la historia de Gilda, ni la del mecánico cantor, ni la de Luis el siniestro, ni la de sus vecinos perversamente pueriles, ni la de la inexplicable –inexplicable también en su belleza– Agustina, ni la del viejo que venció a la lógica del tiempo y el espacio, ni la de ninguno de esos aventureros, de esos estafadores de ley, que el mezquino Alberto está lejos de llegar a ser. Es la de todos a la vez, y la de algo que se les escapa.

    El jodido

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    Guillermo Ferreyro

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    Uno de los factores que hacen de El jodido un libro tan fecundamente incómodo –como debería ser siempre el acto de leer– es lo irreductible de su planteo esencial, o si se quiere, de su estructura. Se trata de cuatro historias relacionadas, de un universo segmentado pero compartido. No obstante, es como si ninguno de esos relatos tuviese un desenlace verdadero. Todos parecen completarse, mejor dicho multiplicar lo inacabado de su peripecia y sobre todo de su perseverancia semántica, en los otros.


    Ferreyro nos recuerda, con prepotencia casi programática, que el conjunto es más que la suma de sus partes, o que debería serlo. 

     

    Trazos escritos con una tinta que degenera, y asimismo se regenera. No es esta la historia de Gilda, ni la del mecánico cantor, ni la de Luis el siniestro, ni la de sus vecinos perversamente pueriles, ni la de la inexplicable –inexplicable también en su belleza– Agustina, ni la del viejo que venció a la lógica del tiempo y el espacio, ni la de ninguno de esos aventureros, de esos estafadores de ley, que el mezquino Alberto está lejos de llegar a ser. Es la de todos a la vez, y la de algo que se les escapa.

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