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    Paranoia

    Laura Ortego

    La Luminosa Editorial

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    En 2010 viajé a la India con la intención de quedarme tres meses. Al aterrizar del otro lado del planeta me sentí como un niño recién parido.De a poco me fui aclimatando hasta revivir una sensación que alguna vez tuve en mi infancia: la de atravesar con temor la rompiente de las olas que golpean la costa patagónica para quedarme jugando en el mar planchado, con el cuerpo acostumbrado al frío, sin hacer caso a los mayores que me llamaban desde la orilla. Cambié la fecha de regreso una y otra vez.


    Una de las cosas que hice ese año en la India fue trabajar en el rodaje de la película Paranoia. Este es el registro de esa experiencia. Estoy en Dharamsala, un refugio entre cumbres nevadas y boscosas al norte del país en el que viven los exiliados del Tíbet. Tengo un cuarto luminoso con vista a las montañas, trabajo con los refugiados y tomo clases de yoga. Un día recibo un mail de Atul, un productor de cine que me ofrece trabajo haciendo foto fija en un rodaje. Intercambiamos correos, arreglamos detalles y dos semanas después abandono la calma y viajo a Delhi cargada de ansiedad e incertidumbre. Después de zigzaguear durante horas cuesta abajo en un colectivo, dormir sacudida por un tren nocturno y nadar en un metro repleto de gente, desembarco agotada en una estación donde me recibe un cincuentón de bigotes negros y espesos. Estrechamos las manos e intercambiamos sonrisas sin decir palabra. Cuando llego a la productora en Noida, en las afueras de Delhi, me siento como en una película muda. Estoy rodeada de personas que corren de un lado para el otro hablando un idioma que me resulta totalmente incomprensible. Cada uno cumple una función; yo trato de hallarme. Somos ochenta personas entre las cuales hay sólo cuatro mujeres; yo soy la única occidental.


    Cuando se reparten los cuartos, me toca compartir una cama doble con Reshma, la peluquera. Ella no habla inglés y yo no hablo hindi. En el vértigo del rodaje mi tarea no es crucial y quedo librada al azar, como el menor de los hermanos de una familia numerosa al que todos miran con mucha simpatía mientras dejan que se críe un poco solo. Esa situación me permite explorar, entre la libertad y la distancia, la marea que se desata a mi alrededor durante los cuarenta y cinco días de filmación.


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    En 2010 viajé a la India con la intención de quedarme tres meses. Al aterrizar del otro lado del planeta me sentí como un niño recién parido.De a poco me fui aclimatando hasta revivir una sensación que alguna vez tuve en mi infancia: la de atravesar con temor la rompiente de las olas que golpean la costa patagónica para quedarme jugando en el mar planchado, con el cuerpo acostumbrado al frío, sin hacer caso a los mayores que me llamaban desde la orilla. Cambié la fecha de regreso una y otra vez.


    Una de las cosas que hice ese año en la India fue trabajar en el rodaje de la película Paranoia. Este es el registro de esa experiencia. Estoy en Dharamsala, un refugio entre cumbres nevadas y boscosas al norte del país en el que viven los exiliados del Tíbet. Tengo un cuarto luminoso con vista a las montañas, trabajo con los refugiados y tomo clases de yoga. Un día recibo un mail de Atul, un productor de cine que me ofrece trabajo haciendo foto fija en un rodaje. Intercambiamos correos, arreglamos detalles y dos semanas después abandono la calma y viajo a Delhi cargada de ansiedad e incertidumbre. Después de zigzaguear durante horas cuesta abajo en un colectivo, dormir sacudida por un tren nocturno y nadar en un metro repleto de gente, desembarco agotada en una estación donde me recibe un cincuentón de bigotes negros y espesos. Estrechamos las manos e intercambiamos sonrisas sin decir palabra. Cuando llego a la productora en Noida, en las afueras de Delhi, me siento como en una película muda. Estoy rodeada de personas que corren de un lado para el otro hablando un idioma que me resulta totalmente incomprensible. Cada uno cumple una función; yo trato de hallarme. Somos ochenta personas entre las cuales hay sólo cuatro mujeres; yo soy la única occidental.


    Cuando se reparten los cuartos, me toca compartir una cama doble con Reshma, la peluquera. Ella no habla inglés y yo no hablo hindi. En el vértigo del rodaje mi tarea no es crucial y quedo librada al azar, como el menor de los hermanos de una familia numerosa al que todos miran con mucha simpatía mientras dejan que se críe un poco solo. Esa situación me permite explorar, entre la libertad y la distancia, la marea que se desata a mi alrededor durante los cuarenta y cinco días de filmación.


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